lunes, 5 de noviembre de 2012

Lectura 3

COLECCIÓN: GALATEA
Director de la Colección Manuel Pérez Rocha
Universidad Autónoma de la Ciudad de México Primera edición, 2005.

LOS EXÁMENES EN LA ESCUELA.
Manuel Pérez Rocha

En casi todas las instituciones educativas, habitualmente los exámenes escolares son vistos y vividos por los estudiantes como una amenaza, como una experiencia angustiante y desagradable. También para los maestros constituyen, por lo general, una tarea poco grata; decidir qué preguntar, vigilar a los alumnos durante la aplicación del examen y “calificar” los resultados son actividades que implican tensión, mucho
trabajo e incluso angustia.

Los exámenes son todo lo contrario: son un servicio que se ofrece a los estudiantes con diversos propósitos, entre ellos que los propios estudiantes conozcan sus logros y las tareas necesarias para subsanar sus deficiencias y avanzar en sus estudios. Otro propósito es que la institución obtenga las pruebas necesarias para extender certificados, títulos y grados, con una incuestionable exigencia académica, pero con una total apertura para que puedan demostrar lo que saben. Así, los exámenes pueden ser vividos por los estudiantes como una experiencia educativa más, sin riesgos, sin amenazas, sin tensiones.

Examinar, dice el diccionario de la Real Academia Española, es “escudriñar con diligencia y cuidado una cosa”. En el ámbito escolar, lo que se escudriña con diligencia y cuidado son los conocimientos del estudiante.
¿Por qué resulta esto una amenaza, una experiencia desagradable y angustiante? En general no es la acción misma de ser examinado1 lo que origina esos efectos indeseables; la causa del temor, la angustia y el desagrado provienen principalmente de las posibles consecuencias de los resultados del examen. Estas consecuencias pueden ser, en las instituciones educativas convencionales, muy graves. En muchos casos, para el estudiante pueden significar la exclusión del sistema escolar y con ello la amenaza de no poder sobrevivir pues se ha impuesto, como idea general, que los certificados y títulos escolares son indispensables para tener un empleo y que sin empleo no se puede vivir.

Los exámenes escolares convencionales no se limitan a la acción de “escudriñar con diligencia y cuidado una cosa” (los saberes del estudiante) para dar un parecer o consejo al estudiante, sino que incluyen el dictamen correspondiente, la aplicación de medidas (de premio o castigo, de exclusión o inclusión) y una puesta en escena dominada por una fuerte tensión y que desempeña varias funciones sociales. Todas estas funciones del examen están tan ligadas entre sí en el ámbito escolar, que se consideran una misma cosa: examen es igual a premio o castigo, inclusión o exclusión, reconocimiento o humillación, etcétera.

Las evaluaciones de los aprendizajes de los estudiantes (lo que en el habla cotidiana se conoce como los “exámenes”) desempeñan, igual que los demás elementos del sistema escolar convencional, las funciones que a este sistema le asigna esta sociedad. Como lo han señalado muchos especialistas, entre las principales funciones que han venido desempeñando las evaluaciones de los aprendizajes de los estudiantes en el sistema escolar se encuentran las siguientes: La selección de los pocos que podrán seguir ascendiendo en el propio sistema escolar, y con ello obtener mejores oportunidades para ascender socialmente y sobrevivir razonablemente.

La legitimación de este proceso de selección social con el argumento de que es justa, producto de mediciones científicas del rendimiento de los estudiantes. El “enfriamiento” de las aspiraciones educativas y sociales de amplios sectores de la sociedad, convenciendo a sus integrantes de que son naturalmente incapaces de seguir aprendiendo (el mito del “IQ”, la falta de “talento”) o de que no han hecho los suficientes méritos (empeño, esfuerzo) para seguir ascendiendo en el sistema escolar y por lo tanto en la escala social. La distribución de reconocimientos, medallas y premios (y como contraparte, la distribución de humillaciones, complejos y rencores) y con ello el reforzamiento de las actitudes de rivalidad, competencia y posesión que orientan a la sociedad comercializada del presente.

De esta manera, las víctimas de un sistema social injusto son convencidas de ser culpables de sus fracasos escolares, económicos y sociales. La generalizada idea errónea de que nuestro sistema de educación pública ha sido conducido por el pensamiento liberal, impide ver que este sistema ha respondido y responde más bien a intereses corporativos y a un proyecto educativo funcional respecto de la rígida sociedad clasista mexicana. Las férreas normas que en nuestro país determinan los “exámenes” escolares son una pieza clave de estos intereses (aun cuando, por ejemplo, recientemente se han “flexibilizado” los requisitos para la obtención de un “título profesional”, eliminando erróneamente la tesis y el examen —y esto se ha hecho no para liberalizar el sistema, sino para mejorar las estadísticas de eficiencia terminal y de graduación)

Las instituciones escolares no son simplemente instituciones que enseñan o instituciones que educan. Junto con esta tarea esencial (y generalmente contra esta tarea esencial), dichas instituciones desempeñan, como hemos visto, otras funciones sociales: la selección de los pocos que podrán seguir ascendiendo en el sistema escolar, la legitimación social de este proceso de selección, el “enfriamiento” de las aspiraciones educativas y sociales, la distribución de reconocimientos, medallas y premios (y como contraparte, la distribución de humillaciones, complejos y rencores). En el ejercicio de estas funciones, desempeñan un papel central los exámenes, las evaluaciones y sus resultados, expresados éstos en lo que se denomina “calificaciones”, y con la acumulación de éstas en los certificados, títulos y grados. Resultado de la influencia determinante del positivismo y el cientificismo en los sistemas escolares, la evaluación del aprendizaje de los estudiantes se ha visto reducida a cuantificaciones que malamente se llaman calificaciones. A partir de la idea reduccionista de que lo que no se mide no se conoce4 y con el claro fin de dar a dichas evaluaciones un carácter científico, los resultados de los exámenes aplicados a los estudiantes se presentan en forma de números; y de manera arbitraria se fija un nivel, arriba del cual el estudiante es “aprobado” y abajo del cual queda “reprobado”; en este último caso, el estudiante se ve obligado a presentar un nuevo examen o a cursar la materia (sin importar lo que sí aprendió). En algunos casos, después de un segundo o tercer fracaso, el estudiante queda escolarmente desahuciado (“dado de baja”).

En este esquema no hay objetividad, ni mucho menos cientificidad, empezando porque el conocimiento no puede cuantificarse, a menos que se acepte reducirlo a fragmentos de información. Tan carente de contenido real es la “medición” de conocimientos que su unidad de medida son “puntos”,5 término que carece de significado cognoscitivo y no tiene relación con los elementos del complejo proceso vital del conocimiento: motivación, voluntad, capacidad de abstracción, de análisis y síntesis, creatividad, imaginación, capacidad de cuestionamiento, destreza en el manejo de las técnicas apropiadas, etcétera. Aceptando que el conocimiento fuera simple información, quizá la unidad de medida “científica” serían “bits” y los resultados de los exámenes se expresarían en cantidades de esta unidad (kilobits, megabits, gigabits). Si se reconoce la complejidad del conocimiento y de los procesos que los generan, la certificación de éstos no puede ser sino compleja y “cualitativa”.

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